Tal vez tengamos una idea preconcebida del pirata como aquel marino ladrón, secuestrador, asesino, sucio y maleducado, hombre sin muchos escrúpulos, que tiene un suculento tesoro escondido en alguna isla. Tesoro que, algún día, irá a buscar y que, como es lógico, está encriptado y seguro en un mapa.
Luego tenemos el concepto “bondadoso” de aquel aventurero que nunca ataca a ninguna presa que sea más débil que él y que no hace daño a los huérfanos ni a las damas. Hombres, con barba, con una pata de palo, un garfio, su parche en el ojo... Que beben ron directamente del barril y llevan un loro apoyado en su hombro. Esta imagen, tal vez más romántica, es la más difundida en las películas de Hollywood, novelas, comics…
Visto lo anterior, estoy seguro que a nadie se le hubiera ocurrido pensar que un simple pescador de la costa cantábrica, un armador, un comerciante, o un Escalante —de Laredo sí—, tuviesen tal oficio por mera cuestión de supervivencia — o a veces de fe, cuestión religiosa— en tiempos convulsos.
A falta de calado en el puerto pejino, sin saber su causa, no pudiendo competir comercialmente con el dinamismo de Santander o Bilbao, y teniendo una numerosa población que, hasta no hacía mucho, había vivido del mar; su pesca, pero sobre todo de su comercio, la solución fue salir a altamar en busca de aquello que otros acarreaban.
Tradicionalmente los actos de piratería han recibido un trato historiográfico comparable al de los asaltantes y bandoleros en tierra. Ello podría dar pie a considerar la piratería como una forma de vida al margen de la ley, o incluso de negocio, y en este sentido conviene matizar algunas cuestiones.
Además, aunque nos vamos a mover en profesión similar, hemos de diferenciar entre pirata y corsario pues…, éste segundo parece tener, aún, más justificado su oficio por razones vamos a esgrimir.
Pero antes de nada voy a citar a mi querido Maximino Basoa porque en su obra, “Laredo En Mi Espejo”, hace una de tantas referencias a la historia de nuestra villa en la que dice así:
“La caverna de “los piratas” de la calle San Francisco, tiene de alta no menos de cuatro metros, por tres y medio de anchura, habiendo recorrido la rama de la derecha entrando, el amigo y paisano Manolín, un una longitud de doscientos metros, no continuando por miedo que le daba.” (M. Basoa Ojeda. Laredo en mi Espejo. 1932. Pág. 642).
Es necesario dejar claro que los corsarios no nacieron con vocación de robo, sino de mar, pues la pesca fue, en un principio, la actividad fundamental que les ocupó.
Nacidos entre las montañas y la mar, ésta última parece ser que les tiraba más y muchos se dedicaron a ella pescando y comerciando. Más tarde, tuvieron que armarse para defenderse de los peligros que los invasores extranjeros, también piratas, les suponían (que le pregunten al Arzobispo de Burdeos en su “paseo” por Laredo en 1639), y, sólo después de armarse, se dedicaron a este vil oficio por su cuenta.
Aunque también es verdad que, algunos mercaderes vieron en el corso una oportunidad de negocio más, llegando incluso a invertir capital en la construcción de una nave destinada a atacar y abordar naves de reinos enemigos, lo que les reportaría elevados beneficios en poco tiempo.
Y es que, en efecto, existen documentos relativos a diferentes poblaciones norteñas que demuestran la existencia de mercaderes que se dedicaban a la piratería como un negocio más entre los muchos que controlaban… Sí, aquí, en Laredo, también como podremos ver. Se articulaban como una asociación capitalista y organizada, e incluso podían estar implicados agentes regios y autoridades locales.
Así, los corsarios, además de pescar y comerciar, en malas costeras se dedicaban al robo. En ello tuvieron mucho que ver las “patentes de corso”, es decir: el permiso que un rey daba a sus súbditos, marineros, para perseguir a los enemigos de la Corona hasta apropiarse de lo que éstos transportaran.
Es justamente la concesión de este permiso, “patente de corso”, por el que se diferenciaban de simples piratas. El corsario, entonces, recibía la “patente” de la autoridad real, o de un gobierno, para hacer la guerra a otra nación o para interrumpir su tráfico comercial (tenemos testimonios de fines del siglo XV, como las cédulas expedidas en 1497 y 1498, por Fernando el Católico, que permiten “el corso” sin restricción alguna).
El pirata, sin más, era un ladrón que robaba, también en el mar, pero sin “permiso” alguno. Es decir, tras los ataques no siempre se hallaban los monarcas y aquellos que atacaban naves, al margen de las autoridades, eran considerados simples piratas. Sus actos eran ilegales y atraían la ira de poderosos enemigos: la Corona, los mercaderes asaltados e, incluso, si estaba involucrada alguna nave extranjera, autoridades internacionales.
Debemos ser conscientes, como hemos comentado, de que, ocasionalmente, piratas, corsarios y mercaderes, podían ser las mismas personas. Además, uno de los objetivos de “el corso” fue cercenar las rutas comerciales del adversario, en tiempo de guerra, atacando los navíos mercantes que se atrevieran a entrar o salir del reino enemigo.
Durante el reinado de los Reyes Católicos (ya hemos citado las cédulas expedidas en 1497 y 1498, por Fernando el Católico), la rivalidad con Portugal y su lucha por la primacía en el Atlántico, llevaron a un aumento en el número de ataques marítimos a comerciantes. Frecuentemente los asaltos a naves extranjeras estaban instigados desde el poder, ya que los reinos en conflicto encontraban en el corso una forma de lucha económica contra el enemigo.
Pero en la sociedad medieval el estado debía dejar claro quiénes podían robar, y quiénes podían ser objetivo de los robos.
Con el fin de que los ataques estuvieran controlados, se desarrolló en torno a ellos una regulación burocrática en forma de permisos, licencias y cartas expedidas por la Corona, que nos permite distinguir a los denominados corsarios (quienes contaban el apoyo del estado) de los simples piratas (los que carecían de la aquiescencia del monarca).
Para reafirmar la legalidad de aquellos actos, así como para dar fe de lo capturado, en teoría debía viajar un escribano con los corsarios y apuntar debidamente los ataques, las mercancías capturadas, su montante, y además, reservar una parte del botín que terminaba en manos del rey de turno.
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Ataque a Laredo por parte del Arzobispo de Burdeos, Henri d´Escombleau de Sourdis, en 1639 |
En el siglo XVIII, la “Patente de Corso y Presa” establecía claramente la diferencia entre pirata y corsario. El primero robaba por interés propio; el segundo, con el citado documento otorgado por el rey, tenía derecho a apresar otros buques enemigos, haciendo botín, parte del cual iba destinado a la Corona y otra porción al corsario.
Este hecho citado se puede comprobar cuando encontramos a singulares hidalgos —y en nuestra villa lo eran casi todos—, con singulares apellidos familiares, ejerciendo la citada profesión. Figuras como la del capitán Juan de Escalante[1], con su navío “Nuestra Señora de Guía”, quien a mediados del siglo XVI, sabemos vivía gracias a los beneficios obtenidos del comercio marítimo, “licito” e “ilícito”, entre otros.
Del mismo modo, en las Cuatro Villas de la Costa, destaca el caso de Francisco de Escalante, al mando de su navío “San Francisco”, hermano del citado Juan, y menor de 25 años. Ambos fueron acusados, en 1489, de haber atacado y asaltado dos naves venecianas con cargas valoradas en treinta mil ducados de oro.
Tiempo después, sabemos que ya son varios los navíos laredanos que han salido aparejados al corso, tal vez animados por el éxito del capitán Juan de Escalante.
Como hemos dicho, Francisco de Escalante emprendió la misma aventura aunque, consciente de los riesgos que iba a correr, decidió hacer testamento a favor de su hermano Juan y del licenciado Sebastián de Sarabia, cura de la parroquia de Santa María, quien, curiosamente, estaba asociado en tal asunto a los hermanos Escalante… & Cía. —Espero me permita el lector esta ironía—.
Aunque en favor de aquel cura hemos de decir que el referido Juan también emprendió otras campañas, armado su barco con seis piezas de artillería y, al menos en una (que sepamos), otoño de 1591, se hizo a la vela en busca de barcos hugonotes (el antiguo nombre otorgado a los protestantes franceses, de doctrina calvinista, durante las guerras de religión). En el plano teórico la realidad se torna mucho más compleja apelando, en estos casos, al derecho canónico: un ataque podía considerarse como acto legal si la nave asaltada era musulmana o protestante.
En relación a lo anterior, recalcar entonces que los corsarios también actuaban en tiempos de conflicto, al amparo de la “ley de la guerra”, lo que en el escenario de la Guerra de los Cien Años significaba aliarse bien con Francia, bien con Inglaterra. Es por eso que podemos considerar como corsarios a figuras reconocidas en Cantabria como Pero Niño, “Conde de Buelna”, quien al servicio del monarca castellano —Enrique III “El Doliente”—, se dedicó a instigar las costas inglesas apoyando a los franceses, aliados de Castilla en aquel momento.
Por norma general las naves de los corsarios eran de propiedad particular y estaban fletadas por su propietario. Normalmente eran elegidas por su velocidad y su poco calado. El método principal de combate era el del abordaje, combinado con el uso de la artillería. De todas formas no iban excesivamente armados, confiando sus victorias a los abordajes, lo que repercutía en que el barco apresado sufría menos daños. Barco que luego tenían que vender.
Sin embargo no todos los robos se realizaban asaltando los barcos de los mercaderes en el mar, también se podían forzar naufragios desde tierra.
Para ello, los ejecutores esperaban a que se hiciera de noche y realizaban pequeñas hogueras en tierra, o colocaban pequeños faros en lugares estratégicos y peligrosos, como acantilados o arrecifes, con la esperanza de que un piloto desconocedor de aquellas aguas confundiera aquellas señales lumínicas con las luces de una población cercana en la que refugiarse. De este modo, la nave atraída por la esperanza de hallar un refugio seguro en su travesía se adentraba hacia una trampa mortal. En caso de que la embarcación naufragara, las gentes que esperaban en tierra podían reclamar para sí toda aquella mercancía que hubiera quedado a merced de la mar. Aunque, se me antoja que aquí la línea imaginaria que separaba corsarios y piratas no quedaba bien definida y, bien es verdad, esta práctica estaba peor vista ya que establecía penas singulares para aquellas personas que incurriesen en este “delito” y fuesen descubiertas –claro está— debiendo pagar cuatro veces lo robado.
Y es que esto de “el corso” era una actividad cuyo sostenimiento resultaba costoso; las buenas capturas eran escasas y los rendimientos, a veces, no eran suficientes como para mantenerla durante mucho tiempo.
Así, tenemos el ejemplo de otro laredano, Domingo del Rivero; quien asociado al también vecino de Laredo, el capitán Pedro del Llano, vendió un navío denominado “La María” a un vecino de Motrico, con todas sus jarcias, aparejos y velas, por la modesta cantidad de 150 ducados, después de haberse dedicado a esto de “el corso” por algún tiempo. Se ve que el negocio no le cautivó.
Por otro lado, los corsarios y piratas no eran siempre delincuentes marginados de la sociedad; estaban integrados en los circuitos comerciales y contaban con cierto apoyo social, sin el cual no podían desempeñar sus acciones.
En realidad, en los pueblos pesqueros, como suele ocurrir, todo el mundo se conoce y éstos necesitaban, siempre, un puerto seguro donde recalar y desembarcar, especialmente tras un encontronazo en el que hubiera habido heridos o desperfectos en el casco de la nave.
Difícilmente podía anclar una nave en un puerto, o sus proximidades, sin que las autoridades locales, y algunos vecinos, tuvieran conocimiento de su presencia. Además, si querían vender las mercancías robadas necesitaban disponer de contactos con ciertos mercaderes que, también, se exponían a ser llevados ante la justicia por vender mercancías robadas. La confidencialidad y complicidad eran imprescindibles.
Tanto el robo legal como el ilegal, fue una actividad frecuente que sufrieron y practicaron muchos vecinos de las Cuatro Villas de la Costa. No obstante, también convendría matizar que las aguas del Cantábrico no fueron especialmente inseguras pues, en realidad, estaban tan infestadas de piratas y corsarios como cualquier otra parte del Atlántico Europeo. Famosos fueron algunos piratas ingleses, franceses u holandeses. A la mente me viene, desde niño, el famoso Sir Francis Drake, “el pirata de la reina”, que fue pirata, explorador, comerciante de esclavos, etc.
El ámbito de actuación de los “asaltantes” de las Cuatro Villas fue, al igual que en el caso de los vascos, muy amplio; desde Flandes hasta la Berbería (término que los europeos utilizaron desde el siglo XVI hasta el XIX para referirse a las regiones costeras de Marruecos), sin olvidar el Mediterráneo.
El agravante de estos robos, como fuente de conflictos político-económicos, fue la repercusión negativa en las relaciones internacionales y la merma en el comercio y el tráfico mercantil, que podía tener consecuencias negativas para nuestros comerciantes ya que podían retrasar, o hacer desaparecer, los envíos que desde otros lugares se esperaban. Y es que Laredo, como es sabido, mantuvo un activo tráfico con Flandes gracias a la importante presencia de las urcas, ulquetas y filibotes flamencos, que cargaban en el puerto de Dunkerque, al sur de Flandes. Es cuestión lógica que la inseguridad repercuta en el comercio.
Para rematar esta historia, el lector podría llegar a la conclusión de que el comercio marítimo, la pesca y sus trabajos derivados, resultaban sumamente arriesgados. ¡Y era verdad!
Por otro lado, si se considera que estas actividades las practicaba una parte de la población era porque el beneficio, a veces, compensaba el riesgo, y, por lo tanto, lo reflejado en las fuentes no eran hechos cotidianos sino casos aislados y puntuales. A pesar de tanto corsario, la mayoría de la población seguía con la pesca, el comercio local, los tradicionales oficios.
El punto de vista que nosotros proponemos es intermedio. Debemos ser conscientes de las dificultades que entrañaba operar en un medio hostil con una tecnología y medios medievales: las noticias sobre naufragios, naves perdidas y hombres desaparecidos eran algo común y los habitantes de la costa debían aprender a convivir con aquellos desastres. Si a esto le sumamos una actividad económica deprimida e incierta, el resultado es algo como aquello que sentencian las frases del refranero español: “De perdidos al río” o… “Si ha de llevarme el Diablo, ¡que me lleve en carroza!”
[1] La familia Escalante era una de las que integraba la nobleza local. Era una de las llamadas “Cuatro Casas Fundadoras” de la villa de Laredo. Pertenecían al restringido grupo de magnates en que se concentraba el poder y la riqueza de aquel Laredo, cuyos miembros más destacados venían prestando servicios a las órdenes de los reyes desde el siglo XIII, como armadores, capitanes de armadas, camareros o criados de monarcas o infantes.
Termino. No, no quiero justificar acto ilícito alguno —nada más lejos de la realidad— que, además, en muchos casos, llevaban aparejadas muertes y desgracias. ¡No todo era vil metal! Simplemente abordo —nunca mejor dicho— un tema como fue “La Piratería en Laredo”, y en las Villas de la Costa, como una forma de de supervivencia en tiempos convulsos. La desesperación es la materia prima del cambio drástico, en este caso económico-laboral.
La historia de los pueblos está llena de cosas así y, si os dais cuenta, esa realidad que supera a la ficción es la causa de que no se hable apenas de ellas, pero es nuestra historia… Y, sí, como dijo M. Baosa, sí hubo piratas en Laredo. Otra cosa es que, aún, no hemos encontrado la cueva que cita en el susodicho texto. Seguimos buscando…
Fernando Baylet.
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